El gran poeta mexicano Ramón López Velarde (1888-1921) inicia una corta pero trasformadora actividad poética en la vida de la literatura mexicana, sus únicos dos libros que publicó en vida La sangre devota (1916) y Zozobra (1919) renovaron la voz y el ritmo de la poesía en México desde la visión provinciana, lo que hará decir a Octavio Paz: “su drama y el drama de lenguaje, lo convierten en un poeta genuino.” Y aún más: “es el primer poeta realmente mexicano”. Además de su gran innovación poética, fue profesor de la Escuela Nacional Preparatoria, y Secretario de Instrucción Pública del Gobierno de Roque González Garza -quién dicho sea de paso fue presidente interino del 16 de enero hasta el 10 de junio de 1915; el maderismo del poeta zacatecano lo acompañará a lo largo de su corta vida. Al caer preso Madero en San Luis Potosí lo ayuda a redactar el Plan de San Luis. En su efímero periodo -de unos cuantos días frente a la instrucción pública del país- donde sólo alcanzó a pasear por la Alameda de la ciudad de México, sin embargo quedó inscrito en la historia del país. Intentar acercarse a su poesía es hurgar el lenguaje cotidiano, que poco a poco se vuelve denso, oscuro y chispeante. José Emilio Pacheco, dedica un artículo que titula Nota sobre una enemistad literaria: Reyes y López Velarde, donde señala las continuas críticas que hizo Alfonso Reyes al poeta zacatecano describiéndolo: “Ramón López Velarde, estrella fugaz en nuestro cielo poético.”[1]
En su lírica existe un aire exótico, una puerta abierta a la vanguardia poética de Velarde, pero también de historia de profundos ecos enclavados en la Revolución Mexicana que toma como víctima a su tío y por esto escribe al regreso de su Jerez natal:
Mejor será no regresar al pueblo,
al edén subvertido que se calla
en la mutilación de la metralla.
Hay un profundo naufragio, un hondo sentimiento de nostalgia en este poema titulado El retorno maléfico, de 1917, posibilidad violenta y manifiesta en su actividad política que se trasfigura en elementos de luto, de oscuro dolor que se eleva en el aire, entre pólvora de un país convulso y anárquico. Recordemos que aunque no perteneció al ateneo de la juventud, Velarde está cobijado por la urgencia de identidad de una patria que intenta manifestarse y hacerse presente, sonar como un latido propio aunque desgarrado y convulso.
Podemos encontrar una relación directa que leemos en sus versos, como agua nacida de un manantial envenenado de romanticismo europeo, un recuerdo de la musa caballeresca y aún medieval, como Beatrice para Dante, o Dulcinea del Toboso del caballero andante como una figura lejana, idealizada, Velarde crea sus propios fantasmas, su ensueño que pasea con perfume de mujer entre los verbos, en toda su palabra, Margarita Quijano es el personaje de Día 13:
Tu tiniebla
guiaba mis latidos.
Esta mujer revelada y omnipresente en su escritura:
La llamarada de tu falda lúgubre,
el látigo incisivo de tus cejas
y el negro iluminar de tus cabellos.
Xavier Villaurrutia reveló:
“La sangre que circula en los más recónditos vasos de Ramón López Velarde no es, pues, constantemente, sangre devota. Esta se turba, se entibia y aun cede ante el impulso de una corriente de sangre erótica al grado que por momentos llega a confundirse, a hacerse una sola, roja, oscura, compuesta misteriosa sangre.”
El poema de La suave Patria, que ha tenido múltiples interpretaciones ya que es el poema que lo lanzó al reconocimiento, nos enfrenta a la idea de ciudadanía, en donde conviven los aires de pueblo pero también los frutos jóvenes: la idea de patriotismo
Diré con una épica sordina:
la Patria es impecable y diamantina.
En este proemio no se aleja de la idea civil u patriótica que se canta todos los lunes en las escuelas del país, saludando a las banderas descoloridas; pero antes pide permiso a la patria para comenzar a levantar sus cantos y se interna en los territorios de la música poética de la destrucción revolucionaria.
Patria: tu mutilado territorio
se viste de percal y de abalorio.
López Velarde al regresar de una tertulia caminaba por la ciudad de México, una noche fría que le haría sentir un fuerte dolor de pecho y también recordaría lo que una gitana le había trazado su destino en la noche de estrellas: moriría asfixiado; su último poema La suave Patria corregido cuando el vate ya estaba tumbado en su lecho de muerte a sus treinta y tres años, producto del paseo nocturno que le causó la irremediable pulmonía fulminante, la única certidumbre con la que avanza es su propia incertidumbre del silencio en su garganta:
al golpe cadencioso de las hachas, entre risas y gritos de muchachas.
[1] Citado por José Emilo Pacheco, Nota sobre una enemistad literaria: Reyes y López Velarde. pp.153-159. UNAM